jueves, 21 de marzo de 2013

S. XIV EUROPEO

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Hambre, peste y guerra: la crisis del siglo XIV en Europa

 


                                          
            (Máscara  que usaban los médicos para evitar el contagio de  la peste)

Tres males se ensañaron  con el Occidente medieval durante el S. XIV, frenando en seco los avances sociales y demográficos de siglos anteriores: las hambrunas, la peste y la guerra; además de las revueltas en el campo y en las ciudades.


Durante la primera mitad del siglo XIV, Europa sufrió una severa crisis demográfica, que implicaría a su vez una gravísima crisis productiva y alimentaria. En este contexto, la peste negra o bubónica del período 1347-1353, también conocida comúnmente como la Muerte Negra, supondría su episodio culminante. Europa sufría en ese momento la peor pandemia de peste de su historia, una catástrofe que vino a sumarse a la crisis demográfica motivada por las hambrunas y constantes guerras entre señores feudales y reinos, empeorando hasta límites inauditos la situación del Viejo Continente.

Fin de la expansión agrícola y crisis de subsistencia

Si entre los siglos X-XIII, la población europea había aumentado significativamente, de forma natural, gracias al resurgir de las ciudades a partir del S. XI y la posterior reactivación del comercio, las primeras décadas del siglo XIV verán torcerse repentinamente esos logros demográficos y económicos.
La relación entre población y recursos estaba en la base de la explicación de este declive del crecimiento europeo bajomedieval: los recursos alimenticios no crecían al mismo ritmo de crecimiento de la población, algo que acabaría produciendo a la larga una terrible carestía de alimentos básicos, y por ende lamentables crisis de subsistencia. En otras palabras: pocos alimentos para una población creciente y, llegado un momento, excesiva.
En el Medievo, la única forma de producir un aumento significativo de la producción era aumentar la extensión de tierras cultivadas, pero este método tenía obviamente sus límites (geográficos). Además, cuando se roturaban nuevas tierras para cultivos -a costa de ganar terreno al manto de bosque primitivo que tradicionalmente cubría Europa- éstas sólo resultaban productivas durante los primeros años, dando después muy bajos rendimientos, lo que obligaba a dejarlas reposar o en barbecho.
Para comprender en toda su amplitud la gravedad de esta crisis de subsistencia, se debe tener en cuenta que por doquier se practicaba el monocultivo del cereal, y, en consecuencia, si sobrevenía un año de sequías o heladas repentinas y se arruinaban las cosechas, no se podía echar mano de otros alimentos, cuya producción era demasiado limitada. El almacenamiento de víveres y grano era un remedio, pero sólo por períodos breves de tiempo. Si se sucedían dos o más años seguidos de malas cosechas, el desastre entonces era seguro. Cuando todos estos factores se conjugaban, se desataba fácilmente la hambruna general.

La peste negra sacude Europa

Obviamente, la carestía de recursos y alimentos básicos debilitaba a una población que, en general, era víctima de la desnutrición y la malnutrición, pero se cebaba de forma especialmente notable sobre las clases humildes, las más necesitadas. La consecuencia primera de las crisis alimentarias era, casi de inmediato, la aparición y fácil propagación de toda clase de enfermedades contagiosas. De entre todas ellas, la más famosa, temida y destructiva era sin duda la peste bubónica, o negra.
Esta pandemia, causada por una bacteria que se transmite por la picadura de las pulgas (parásitos a la vez de las ratas, animal muy abundante en el Viejo Mundo), era ya una vieja conocida en la Europa medieval, desde la antigüedad. Sin embargo, el brote de peste de los años 1347-53, que tuvo su peor momento en el año 1348, fue especialmente mortífero y devastador. En términos generales, se puede decir que casi todas las ciudades y aldeas vieron reducidas drásticamente sus poblaciones en un tercio, y a menudo, incluso a la mitad (o menos). En los peores casos, muchos núcleos de población fueron totalmente abandonados en cuestión de días, pues sus habitantes huían a otros lugares, por miedo al contagio. Florencia vio perder de este modo aproximadamente el 80-90% de su población en un tiempo récord.
Aquella brutal pandemia parece deberse a -o tener su origen en- las tripulaciones infectadas de algunos barcos mercantes genoveses que, procedentes de varios puertos del Asia Menor -región en donde la peste era un mal endémico, desde la invasión mongola del siglo XIII-, desembarcaron con su horripilante carga de enfermos contagiosos en varios puertos italianos (Messina, Génova, Venecia) y franceses (Marsella) en el año 1347. Desde allí, en cuestión de unos pocos meses, la peste se extendería por el resto de Europa, afectando primero a Italia y luego a Francia, para inmediatamente después alcanzar Suiza, Alemania, la Península Ibérica, Inglaterra, y por último (entre 1349 y 1350), Escandinavia.
Debido a su relativo aislamiento y escaso nivel de urbanización, unas cuantas zonas afortunadas, como ciertos puntos de los Pirineos, la Polonia Central y la remota Finlandia se pudieron salvar del desastre, o sufrieron poco sus efectos. En cambio, las regiones más afectadas fueron las más densamente pobladas y urbanizadas: Italia y Francia.
El italiano Boccaccio escribió su famosa obra El Decamerón usando como telón de fondo la peste que asolaba su país, algo que pudo contemplar, horrorizado, en primera persona: los protagonistas, todos ricos y sanos (miembros, nótese, de la clase nobiliaria, unos privilegiados), trataban de escapar del contagio, refugiándose en lugares aislados, mansiones apartadas del mundo y de los caminos principales, los cuales funcionaban como siniestras vías de dispersión para la enfermedad.
La peste dejaría tras de sí un paisaje deprimente, cuajado de ciudades antaño populosas y florecientes, pero repentinamente vacías, moribundas. La epidemia cortó por lo sano el desarrollo económico; la expansión territorial y agrícola se frenó bruscamente, al desaparecer de la noche a la mañana la hasta entonces abundante mano de obra, miles de trabajadores que habían hecho posible el sueño del hombre europeo de conquistar nuevas tierras al bosque y la ciénaga, dominadas bajo la forma de nuevas áreas de cultivos y colonias rurales. Esta crisis también tendría su reflejo sobre los demás sectores de la economía, todos tan interconectados, como la artesanía y las actividades mercantiles, que cayeron en picado.

Las persistentes guerras

Pese a tan desolador panorama, la guerra no se detendría ni un momento, añadiéndose a los infinitos males de una sociedad en general exhausta, en donde la muerte era un espectáculo habitual, prácticamente cotidiano.
La Europa de finales de la Baja Edad Media parecía, a decir verdad, un auténtico escenario bélico, y las batallas desempeñarían su propio rol, evidentemente negativo, sobre la demografía y las mentalidades colectivas. La más célebre de este período, la Guerra de los Cien Años, estalló en 1337 entre Francia e Inglaterra debido a cuestiones dinásticas e intereses comerciales, y terminó en 1453, contribuyendo por su larguísima duración y notable crueldad a aumentar aun más si cabe la crisis demográfica y económica. En tales circunstancias, es justo que pueda parecer milagroso el nuevo resurgimiento que experimentaría Europa desde finales del siglo XV y principios del XVI, durante el llamado Renacimiento.



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